18 marzo, 2016

Jeremy

Jeremy nació en el estado de Washington, en Seattle, al noroeste de los Estados Unidos, aunque él no lo recuerde; pero conserva el espíritu músico de sus raíces. Le encantaba contarme lo mucho que le gustaban las playas de arena blanca y agua cristalina. Yo adoraba oír su acento, que no era americano ni tampoco anglosajón; y adoraba bucear en sus grandes ojos negros. Jeremy no sólo me recuerda a la canción de Pearl Jam, sino que mirar su foto descolorida significa recordar la lluvia de noviembre de los Guns n Roses. Él era invierno y era como ése golpe de aire fresco que llega justo cuando lo necesitas. Era el grunge en su estado más puro. Una melodía dura de guitarra y un solo de batería. Jeremy era todo lo que yo había imaginado; y estaba delante mía: con sus siempre sucias botas negras, con el jersey deshilachado y los rizos enredados. ¡Era él! En un mes de noviembre con prisa. ¡Era él y estaba ahí! Mirándome con los ojos desanimados, pidiéndome en silencio que corriera hasta llegar a sus brazos. Sin importarme que la lluvia latiera con más fuerza que nunca. Rompiendo la línea que separa el orden del caos. Ni siquiera me hizo falta hablar para que me mostrara Andrómeda; y tampoco para que rompiera mis fantasías; mirándome con sus labios agrietados entreabiertos y su cuerpo: desnudo, incoloro, pardo, jugoso... como un deseo irreprimible y como un soneto bailando en su voz: suave y débil; capaz de erizarme la piel y de hacer vibrar las constelaciones más perdidas. Nuestro amor por la astronomía nos unió y nuestro amor, ansioso, nos destrozó: pues nada es para siempre, ni siquiera la fría lluvia de noviembre.