Sus ojos brillaban casi abiertos, lloriqueando a la vez que su flor se abría con saltos de fotogramas forzosos. Ladeaba la cabeza y dejaba escapar un suspiro,
me estrujaba la espalda con sus manos; finas y delicadas.
Sus pies bailaban entorpecidos un jazz que no conseguía encajar con su contoneo; pero aún así me encantaba la forma en la que Maggie me hacía notar que estaba llegando a la cúspide de su arrebato, de su locura, de su agitación. A r d i e n t e m e n t e.
Luego toda ella estaba en calma y su cuerpo pálido y paralizado me pedía más.
Con toda su entraña diluída en un mar color cielo, testarudo, derramándose en mí.
Me gustaba Maggie porque su nombre me recordaba a la historia de la prostituta que robó al marinero, y a los 39 segundos de canción en el álbum Let it Be. Ahora sólo me recuerda a Ella; que sonreía con los ojos y me seducía con el corazón.
A Maggie, como a todas mis mujeres de 24 horas, la vi marchar.
Aunque yo pensaba que desde el banco de ese parque el dolor no era opcional y no llegaría nadie, supe que el sol nacería de nuevo y que tiznaría el cielo de rojo pasión; y que su amarillo atravesaría los árboles.
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