20 marzo, 2013

James

Adiós, mi amor.
James siempre soltaba frases del mismo estilo, siempre con esa voz rasposa y siempre con esa prisa por decir lo que nadie es capaz de hacerle callar. Cada vez más me dejaba sin habla /y sin corazón/. 
Observaba embobada durante horas sus ojos: grandes, negros, brillantes. Me quería perder en ellos y sentirme como un ave otra vez,  pero él seguía frunciendo las cejas con una tristeza atascada en el esternón. Y yo qué podía hacer. Al fin y al cabo, eso era una despedida. Era una despedida de por vida. (Aunque yo no quisiera creérmelo). Había agotado todas las posibilidades de hacerle recordar a quién estaba sacando de nuestra vida. Nuestra y no suya. Porque ya habíamos comprado Antares y nos mudamos al espacio exterior. Quizás debería haber volado hasta la estratosfera y no dejar que nuestro orgullo cayera. O quizás nuestros corazones exhaustos debieron explotar. Pero de alguna manera y durante todo el tiempo que fuimos uno, existía un tipo de unión entre James y yo. Una unión que jamás firmamos en el juzgado; no porque no quisiéramos, sino porque no era necesario. Supongo que nuestra firma quedó sellada en la noche del veintiséis, bastante más lejos de ése parque de madera vieja que crujía y tiritaba. Ese martes todas las luces de la ciudad se negaron  a dormir. Yo también lo habría hecho entonces, pero nunca he sido buena para engañar al tiempo /ni a la razón/.

El deporte favorito de James era sonreír. Aunque en otoño también fue pisar las hojas secas en el suelo de aquellas viejas vías de tren. Ya no puedo recordar con nitidez el cruce de nuestras miradas, los roces de nuestras manos ni los besos de aquella noche. Sólo recuerdo que había llovido y que dejé escapar el tiempo; y eso perdurará siempre en nuestras consciencias. También recuerdo que la madera quebradiza del parque estaba mojada. Pero al fin y al cabo sólo son recuerdos perdidos en un cuaderno, junto a unas cuantas notas en el piano. Recuerdos de todas esas cosas que fuimos y que no somos.

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