El teléfono era rojo y estaba húmedo. Todo en la habitación lo estaba. Una humedad caliente y cargada de quién sabe qué. Era pequeña pero muy acogedora; quizás demasiado oscura. La cama estaba deshecha y entre las sábanas blancas descansaba un rayo de luz que entraba sin permiso por la persiana de cáñamo. Cargada de aire caliente que salía de entre las paredes, escapaba el humo del tabaco por una ventana mediana que quedaba casi oculta por la persiana. Madera estropeada y cristales sucios. Me senté en la cama y pegué mis mejillas al cristal. Vi caer los primeros rayos de sol, estrenando una primavera que ya me estaba atosigando; pero era bonito ver cómo vestía la ciudad. Noté las manos frías de Maddy caminando con un roce que no estaba del todo convencido de posarse en mi espalda, pero navegaban ligeramente descubriendo mis lunares. Sé que le encantaba contármelos, aunque eran aún más infinitos que el choque de nuestros corazones. Me quitaba el vestido con los labios, con los dientes. A bocados. Tan dulce y tan sensual. Muy suave y muy lento... porque ella sabía bien lo que me excita. Todo el aire ardiente se fundía con mi frenesí envolviendo una habitación que nos espiaba sigilosa. Bailábamos entre las sábanas surcando todos los cielos. Días y horas. Su movimiento de vaivén llevó mis mejillas al color más cálido y las gotas de sudor eran víctimas de esos bruscos y excitantes movimientos. Maddy buceando a sus anchas por mi piel, y yo quería más. Sus pechos se erizaban y su cabello oscuro y largo se movía suave en cada suspiro y en cada orgasmo. Pero no era suficiente. Nada era suficiente. Cogió un cigarrillo y se lo fumaba acelerado mientras miraba con ojos achinados la ciudad al otro lado de la ventana.
No puedo quitarme esa imagen de la cabeza. La luz ardiente iluminando sus labios entreabiertos de seda; dejando escapar de su boca un humo que bailaba con ella y aún no: no era suficiente un cigarrillo para apagar la llama, el éxtasis, el deseo de volver a comerme y beberme de nuevo. Maddy era una droga y me tenía agarrada de la manera más suave y excitante posible.
Pero rompió la línea que nos unía y que nos separaba, la delgada línea entre nuestra habitación y la realidad. Rompió las normas. Nuestras normas jamás pactadas. Se quemó con el fuego de nuestro juego. Maddy sabía que yo no quería una copa fuera de la habitación, ni una llamada con amor. Yo sólo quería tenerla en mi cama y hacerle el amor las veinticinco horas del día. Mirarla desde un plano tan cerca y tan lejos mientras me subía el alcohol a la cabeza. Pero Maddy ya no estaba: La dejé ir. Con una lágrima desbordada, las cejas fruncidas y el orgullo en el puño; la dejé ir.
Aunque sé que en el firmamento me esperará.
Aunque sé que en el firmamento me esperará.