20 marzo, 2016

Maggie

Sus ojos brillaban casi abiertos, lloriqueando a la vez que su flor se abría con saltos de fotogramas forzosos. Ladeaba la cabeza y dejaba escapar un suspiro,
me estrujaba la espalda con sus manos; finas y delicadas.
Sus pies bailaban entorpecidos un jazz que no conseguía encajar con su contoneo; pero aún así me encantaba la forma en la que Maggie me hacía notar que estaba llegando a la cúspide de su arrebato, de su locura, de su agitación. A r d i e n t e m e n t e. 
Luego toda ella estaba en calma y su cuerpo pálido y paralizado me pedía más. 
Con toda su entraña diluída en un mar color cielo, testarudo, derramándose en mí.

Me gustaba Maggie porque su nombre me recordaba a la historia de la prostituta que robó al marinero, y a los 39 segundos de canción en el álbum Let it Be. Ahora sólo me recuerda a Ella; que sonreía con los ojos y me seducía con el corazón.

A Maggie, como a todas mis mujeres de 24 horas, la vi marchar.

Aunque yo pensaba que desde el banco de ese parque el dolor no era opcional y no llegaría nadie,  supe que el sol nacería de nuevo y que tiznaría el cielo de rojo pasión; y que su amarillo atravesaría los árboles. 

19 marzo, 2016

Maya

Maya me miraba con sus exageradamente grandes ojos: tan apacibles; queriendo controlarme desde sus pensamientos. Sonreía con desgana y, desprendiendo su tan característico olor a rosas frescas, estiró lentamente un brazo para cepillar mi pelo, siempre enredado. Sólo observándola puedo sentir cómo disminuye la velocidad con la que la sangre me recorre el cuerpo. Siempre tiene efecto calmante en mí. 
Conocí a Maya en el tren del aeropuerto. Fue un flechazo, o amor a primera vista. Llámalo como quieras. Pero desde el primer momento en que la vi supe que quería formar parte de sus ojos, que escondían descarados todo un mundo. No tardó demasiado en convertirse en una obsesión. 
Yo iba en el tren de ida del aeropuerto a la estación. La vi reflejada en el cristal de la ventana, completamente concentrada en un libro sin letras en la portada, sentada encima de su pierna izquierda. Desde aquel primer momento no pude dejar de observar su reflejo: sus movimientos lentos, su pelo rubio natural que le caía como una cascada y me recordaba a un campo de espigas agitadas dinámicamente por el viento. Sus ojos, profundamente azules, que quedaban casi ocultos por unas grandes gafas de vista de pasta negra. Su rostro; tan pálido, tan fino... y toda ella: mansa y sosegada. 
Llevaba unos jeans azules muy ajustados y una camisa de lino de unos tonos más oscuros que su piel. Una fina y definida línea intensamente negra pintada con precisión por encima de las pestañas, increíblemente largas. Y en los labios un ligero tono rosado. Muy natural. Se pasaba suavemente la mano izquierda por el brazo con el que sujetaba el libro, como una señal de frío, y de vez en cuando se llevaba lentamente el dedo índice a la boca y se lo humedecía para pasar la página. En más de una ocasión pude ver cómo me pillaba mirándola descaradamente, y sonreía tan dulcemente que podía sentir las gotas de sudor bajando por mi columna vertebral a la vez que subía un escalofrío. Yo me volvía loca por acercarme, por confirmar si el color de sus labios tenía algo que ver con el sabor... loca por sentir la delicadeza de su piel. Y no pude resistirme a sentarme a su lado.

Cuando nos mudamos a Croacia el mundo ya no giraba en torno a nosotras, sino todo lo contrario; y nuestro amor era como un globo que se inflaba poco a poco. Recuerdo esos primeros días en la ciudad como la primera parte del canon en re mayor; pero especialmente aquel día: que abrió los ojos a cámara lenta y me dijo buenos días con una casi sonrisa en sus lentos labios rosados. El sol se colaba testarudo por un resquicio de la ventana, pero casi no calentaba. Era el primer día de invierno y el frío atizaba ferozmente la piel. El hálito de belleza que impregnaba la habitación me había abrumado y causó en mis ojos una lágrima que esperaba ansiosa un leve parpadeo. Me pregunto cómo lo hará para ser tan adictiva, cómo lo hizo para tenerme tan enganchada a su ser. Mi dedo viajaba imaginariamente por su cuerpo desnudo y admiraba la forma en la que su piel pálida se erizaba conforme mi dedo bajaba hasta llegar a su ombligo. Supe que le gustó el olor del café que había preparado porque después de que moviera la nariz, se sonrojaron ligeramente sus mejillas. También le gustaron las flores sobre la madera vieja del salón. Todo estaba en completo silencio pero sé que las dos escuchábamos la melodía de piano que tocábamos telepáticamente. 


Vi el invierno despedirse en sus retinas, y luego vi a Maya descubrir que prefería la primavera de Andalucía y  que los edificios de Zagreb no tenían la pureza blanquecina de sus calles. Olió las flores ya marchitas por el paso del invierno y las apretó contra el pecho. Sentí la expresión de dolor en sus cejas rubias. Y salió mirando atrás. Dejándose la desolación en la escasa calidez de la almohada. 
Pensé que el paseo estaba durando una eternidad pero siempre esperé junto al ventanal. Sola entre fragancias de café y flores que me mecían dejándome casi ausente.
Más tarde dejé de esperar. Comprendí que la melodía había terminado y que por fin se había reencontrado con un sol que atosigaba las calles empedradas y que ahora caminaba cerca del mar. Ahora se arropaba en la profundidad de su soledad.

Se hundió. El canturreo de los pájaros cesó. La primavera se la llevó.


Y ella despertó de nuevo en una habitación gélida, junto a un ventanal escarchado con vistas a la ciudad sometida al invierno.

18 marzo, 2016

Jeremy

Jeremy nació en el estado de Washington, en Seattle, al noroeste de los Estados Unidos, aunque él no lo recuerde; pero conserva el espíritu músico de sus raíces. Le encantaba contarme lo mucho que le gustaban las playas de arena blanca y agua cristalina. Yo adoraba oír su acento, que no era americano ni tampoco anglosajón; y adoraba bucear en sus grandes ojos negros. Jeremy no sólo me recuerda a la canción de Pearl Jam, sino que mirar su foto descolorida significa recordar la lluvia de noviembre de los Guns n Roses. Él era invierno y era como ése golpe de aire fresco que llega justo cuando lo necesitas. Era el grunge en su estado más puro. Una melodía dura de guitarra y un solo de batería. Jeremy era todo lo que yo había imaginado; y estaba delante mía: con sus siempre sucias botas negras, con el jersey deshilachado y los rizos enredados. ¡Era él! En un mes de noviembre con prisa. ¡Era él y estaba ahí! Mirándome con los ojos desanimados, pidiéndome en silencio que corriera hasta llegar a sus brazos. Sin importarme que la lluvia latiera con más fuerza que nunca. Rompiendo la línea que separa el orden del caos. Ni siquiera me hizo falta hablar para que me mostrara Andrómeda; y tampoco para que rompiera mis fantasías; mirándome con sus labios agrietados entreabiertos y su cuerpo: desnudo, incoloro, pardo, jugoso... como un deseo irreprimible y como un soneto bailando en su voz: suave y débil; capaz de erizarme la piel y de hacer vibrar las constelaciones más perdidas. Nuestro amor por la astronomía nos unió y nuestro amor, ansioso, nos destrozó: pues nada es para siempre, ni siquiera la fría lluvia de noviembre.