24 mayo, 2019

Hace tanto tiempo que no me siento a escribir que ya ni siquiera recuerdo cómo se hace. Parece como si en algún momento de mi –aún corta– vida, hubiera perdido la necesidad de contar cosas y que, ahora, de golpe, me vienen todas a la vez, casi atragantándome.

Escribo tan rápido como pienso mientras lloro desconsoladamente como hace años no lloraba, y es que en realidad, no recuerdo haber sentido tal vacío nunca antes en mi vida; yo, que llevo al menos cinco cartas de suicidio nunca terminadas a mi espalda.
Ahora, sin más, sin esperarlo, sin estar preparada para ello, un golpe de realidad me ha venido en forma de cambio y me hace sentir incapacitada para la vida, a la vez que estúpida por dejarme llevar por la más tonta enfermedad mental que puede sufrir el enamorado en proceso de ruptura: dramatitis aguda.

Siempre he sabido que este momento sería uno de los más dolorosos de mi vida, y siempre he sabido que no estaría preparada para ello. Aún no siendo consciente del todo, puedo corroborarlo. A veces me gustaría no tener tanta facilidad de palabra e intercambiar esa "virtud" por cualquier otra, como por ejemplo, tener la fortaleza mental de autoanimarme en los malos momentos o ser más optimista, aunque yo soy de ese tipo de personas en peligro de extinción que piensa que la gente sí cambia; esto me convierte en una perfecta alumna del optimismo, aunque me lo tomaré con calma: es un proceso de aprendizaje para personas con un alto nivel de paciencia (esa, desde luego, no soy yo).

He estado ocho años junto a una persona. Igual no parecen muchos, pero estoy segura de que han sido los más importantes de lo que durará mi vida: desde los 18 hasta los 26, justo esa etapa donde creces y maduras en casi todos los aspectos de la vida. Yo no sé al resto del mundo, pero a mí compartir esa etapa con alguien me parece, cuanto menos, importante. He pasado de ser una niñata ilusa a ser una mujer, y aquí me ahorraré el adjetivo.

Si tuviera que quedarme con algo de estos ocho años, sin duda sería el constante aprendizaje y el hecho de que siempre haya sido mutuo; y de haber visto nuestra relación con los ojos de una persona ajena a ella, hubiera envidiado a más no poder todo lo conseguido  por ambos: el respeto, la admiración y el amor sin cláusulas; también mutuos.

Somos víctimas de esa gran enemiga común con todas las parejas: la temida monotonía; pero aún somos más que eso, somos presas de nosotros mismos, que hemos caído en la eterna confianza del "todo irá bien", y aún dolorosamente, también esta forma de acabar es un aprendizaje, o al menos, así es como creo que hay que verlo.

Espero que algún día me sienta con la fortaleza de continuar esta carta, eso significará cerrar una herida.

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